sábado, 10 de febrero de 2018

Invierno

Poco a poco, su conciencia comienza a abandonar la nebulosa del sueño y sus ojos entrecerrados empiezan a percibir la habitación en penumbra que le rodea. No hay un sólo ruido que rompa la paz que se respira, sólo los intermitentes crujidos de las paredes de madera al contraerse por el frío exterior. Su cálido refugio bajo las mantas muestra un contraste radical con el entorno que le espera fuera de ellas, y nadie quiere salir a ese gélido infierno cuando la cama se muestra más benevolente y mantenerse ahí dentro hace que cualquier tribulación no parezca (tan) real.
Las brasas de la chimenea que calentaban el pequeño habitáculo se apagaron hace varias horas, pasando de ser refulgentes bloques de madera incandescente que emanaban energía, a negras rocas, frías e inertes. Se atreve, por un segundo, a sacar su pie de la protección que le proporcionan las sabanas, pero lo devuelve a aquel cálido interior, después de que el aire gélido ataque cada centímetro de su piel con pequeños puñales de hielo, proporcionándole la excusa perfecta para remolonear un poco más. "5 minutos más"
Haciendo un esfuerzo que le parece sobrehumano, consigue incorporarse y sentarse en el lateral de la cama, al tiempo que se frota sus ojos, de un imperceptible verde en aquella oscuridad. Le pesa el cuerpo, el alma y el corazón, pero ya no queda más opción que ser valiente, que mirar al presente directamente a lo ojos y sonreír con desafío. Con esa sonrisa, sus pasos se dirigen a la ventana más cercana, donde abre los postigos y deja que la luz por fin se haga dueña y señora de la pequeña cabaña de madera y le regale una preciosa postal del bosque cubierto de nieve. 
Un escalofrío le recorre la espalda, recordándole que aún está en pijama y que la chimenea sigue apagada, así que rápidamente se dirige al armario y se viste con un pantalón viejo y un jersey de lana raído que ha utilizado más veces de las que consigue recordar. Con el frío que hace, decide ponérselos encima del pijama, lo cual le revuelve ligeramente el pelo. Bracea y se sopla las manos con fruición para ganar algo de temperatura, tras lo que se decide a encender la chimenea, que mira impertérrita desde la esquina de la escueta habitación. Si "la práctica hace al maestro", en lo referente a encender aquella chimenea, no le queda nada más que aprender. Al primer intento, la llama generada es vivaz y suficientemente intensa como para crecer y ser capaz de calentar aquella habitación y el alma de la persona afortunada que pueda gozar de su cálida caricia.
Con la satisfacción del trabajo bien hecho y notando como todo a su alrededor se va calentando, se dirige a la pequeña cocina donde con relajada parsimonia va preparando unos huevos revueltos, los cuales acompaña con un café que baña con su bendito olor todos los rincones de la cabaña y transporta su memoria en una décima de segundo a su niñez. Lo único que se le pasa por la cabeza cuando aspira ese cálido olor es "Estoy en casa".
La leña ya chisporrotea con alegría a su espalda, sus ojos se pierden a través de la ventana y disfrutan de la visión de los copos de nieve en su lento descenso, su paladar hace lo propio con los huevos que con maestría ha cocinado, sus extremidades se calientan al abrazo del fuego de la chimenea con ese calor del que sólo gozan los amantes que se encuentran y su nariz se deleita con el aroma que expele la taza que sujeta en sus manos. Sus cinco sentidos se ven recompensados en aquella fría mañana, y su corazón grita en un susurro que aquel momento no acabe nunca, que sea eterno. Lejos de preocupaciones, de deberes, de necesidades, de problemas, de insatisfacciones y de falsa y diluida felicidad que no es comparable a la que ahora puede percibir. Paz, paz a pesar de todo, paz para esperar con paciencia la llegada de la primavera.
Cierra los ojos e inspira profundamente, permitiéndose por un segundo ser consciente de su propia existencia, algo tremendamente complicado en la vorágine del día a día. Sólo un ligero sonido del exterior hace que abandone aquel estado de introspección. La nieve en el exterior cruje con delicadeza, apelmazándose bajo las negras pezuñas de un solitario zorro que rebusca con su hocico en los restos de comida que se han caído del barril donde el compost se descompone lentamente, preparándose para la próxima estación. El zorro roe con determinación los restos de medio membrillo mientras la puerta de la cabaña se abre en silencio. Desde el marco de la puerta y con la taza de café aún en sus manos, se dedica a observar al rojizo animal con la misma curiosidad con la que lo hubiese hecho en su infancia, al fin y al cabo, sólo la inocencia se marchó para no volver. 
La paz que envuelve todo es sobrecogedora y hace imposible evitar una sincera sonrisa, una de las que viste el alma. El zorro por fin se da por aludido y mira con precaución a la criatura que le observa desde la entrada de la cabaña. Es un espectáculo de la naturaleza. El pelaje del animal brilla rojo en contraste con la nieve a su alrededor, casi parece que esté en llamas, como si fuese una brasa de la chimenea que calienta el hogar. 
Da un último sorbo al café mientras goza de la visión que le proporciona aquel peculiar compañero y se maravilla al pensar que sólo les distancia un porcentaje mínimo de su ADN. "Tú y yo, estamos hechos de polvo de estrellas". El zorro, como si hubiese entendido este último pensamiento y visiblemente más relajado, hace un ligero movimiento de cabeza, coge lo que queda de un muslo de pollo y comienza a alejarse por el blanco escenario, como una alegre llama en retirada. Finalmente, una vez llega a la linde del bosque, se detiene, mira hacia atrás exhibiendo su ígneo pelaje y casi se le puede escuchar decir "Estás en casa".

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